La reciente pandemia Covid-19 del año 2020 ha puesto a la Humanidad en su conjunto frente a un espejo de debilidades, contingencias y desgracias olvidadas. Cayeron todas las certezas de esta suerte de eterno presente que habitamos en la tardomodernidad y el debate ideológico ha vuelto a la actualidad con toda su fuerza, ahora mirando hacia el pasado para intentar vislumbrar el futuro. Un debate que necesariamente es transdisciplinar por integrado y que va de la física a la medicina y de estas disciplinas al psicoanálisis y a la historia. Frente a todas ellas, la antropología, como disciplina hermenéutica de lo cultural adquiere toda su relevancia. La lectura antropológica que podemos hacer de la actual pandemia transcurre por los caminos rizomáticos de la tríada «catástrofe, azar y culpa». Una trama interpretativa que va de la materialidad a lo ideal sobre la que ha habido que desempolvar viejos textos, insuficientemente explotados o sobrevolados con ligera frivolidad.
La pregunta que bascula en todo este estudio es hasta qué punto hemos conseguido controlar el sentido irracional de la palabra «catástrofe», gracias a los mecanismos propios de la postmodernidad reflexiva en ascenso triunfante hasta la pandemia o si la magnitud de la brusca interrupción del proceso de modernidad y modernización nos devuelve a otros mundos que podríamos calificar, retomando el discutido término de Lévy-Bruhl, de «pre-lógicos». Dado que la antropología es una ciencia racional, emergida del pensamiento de las Luces, la posibilidad de entendimiento de los procesos desencadenados exige cuestionar el optimismo hiperracionalista, para volver a situar en el eje antropológico factores escorados como culpa y azar. En este camino, la convergencia epistémica entre antropología y psicoanálisis nos parece elemental (González Alcantud, 2022a). Al igual que trazar una historia cultural de las catástrofes (González Alcantud, 2022b).
1. Catástrofe, borde, azar
La catástrofe puede ser, según el parteaguas Naturaleza/Cultura, tanto «natural» o como «política». En la parte natural cabe que existan responsabilidades «ecológicas» por la sobreexplotación ambiental, y entonces deriva en culpabilidad política. O, simplemente, la catástrofe puede haber sido provocada en el ámbito de las actuaciones sociales. Las hambrunas derivadas de las guerras debieran ser el caso más claro. Pero, en general, la frontera entre la catástrofe natural y política es muy lábil y fácilmente se traspasa sin apercibirse del tránsito de una a otra. La conciencia romántica poseía una percepción de lo catastrófico, lo abismal, que no posee la conciencia posmoderna (Argullol, 1983, p. 21-22). Lo contemporáneo, al liberarse de la culpa, ha dejado de percibir en buena medida la catástrofe en toda su dimensión precisamente abismal.
Es evidente que en el mundo del optimismo globalizador el concepto de catástrofe fue progresivamente arrinconado, aunque ha hecho amagos de provocar debates coetáneos cuando tuvo efectos sociales innegables. Accidentes nucleares como Chernóbil (1986) y Fukushima (2011), huracanes como el Katrina (2005), maremotos como el del Índico (2004), plagas como el sida (1983), la gripe aviar (1999-2009) o el virus ébola (2014) han puesto, entre otras, en alerta al mundo, pero nunca había tomado los tintes apocalípticos que ahora ha adoptado con la irrupción en nuestras vidas del Covid-19. La vieja diatriba entre apocalípticos e integrados frente a las capacidades de la cultura contemporánea para asimilar todo pensamiento de hecatombe, trazada por Umberto Eco (1968) allá por los años del mayor optimismo histórico, ha quedado desfasada ante la inminencia de la catástrofe, la incertidumbre provocada, y ausencia de respuestas de futuro. En función de ello, las categorías del ethos inevitablemente globalizado, que pusieron por delante el triunfo de lo híbrido (Abélès, 2008a, p. 38-53), han sufrido un duro golpe. Hay que comenzar replanteándose algunos hechos que ya venían arrastrándose de atrás, y que corresponden al universo de lo apocalíptico retornado.
El concepto de «entropía», segunda ley de la termodinámica, que anuncia la caída en energía libre de los cuerpos, sería fácilmente aplicable a las catástrofes en cuanto creadoras de desorden. Pero también ha de tenerse en cuenta que es creadora de orden, de nuevos equilibrios, regulados en buena medida por esta misma entropía. La catástrofe se enmarca en esa ley. En este punto, para darle una explicación lógica a la regularidad de los desastres, René Thom ha distinguido entre «límite», que, en sí mismo, remite a la infinitud, y «borde», más adecuado para entender las catástrofes: «Hablar de límite lleva a considerar el infinito, en un cierto sentido […] Borde es una cosa más concreta, más inmediata, más cerca de la física, en definitiva» (Thom, 1993, p. 22).
La idea de «borde» en teoría de las catástrofes resulta interesante en cuanto metáfora cultural para indicarnos el momento de la ruptura en términos de regularidad estadística (Saunders, 1983). Aunque posee condiciones sociales de producción en régimen de historicidad (Altez, 2020), en sí misma no nos consuela con «ultimidades». El único punto en el que la díada Naturaleza/Cultura continúa estando vinculada tozudamente es en la catástrofe, que en su regularidad cíclica afecta a las consciencias de los humanos, a sus mitologías y a sus logros técnicos.
Desde el borde contemplamos el fondo del abismo. Cuando uno se asoma temeroso, tras una caminata ascendente de horas, al borde regular, geométrico, del monolito pétreo de Preikestolen, en Noruega, precipicio en rigurosa verticalidad que cae cientos de metros en picado sobre un fiordo, observa el verdadero sentido del vacío a sus pies. En su geometría prístina vemos reflejada la metaforización de las leyes físicas que se enfrentan, en consecuencia, a la discontinuidad, al accidente, a lo imprevisto, al azar. Los bordes habían introducido en la conciencia romántica de los paisajes de C. D. Friedrich la atracción por lo abismal, ya mencionada.
El alcance de los riesgos se apoya en la capacidad para proyectar estadísticamente las gráficas de una catástrofe. La estadística, sin metáforas, se acoge a la idea de lo medio, que es su fundamento. El cálculo de probabilidades, cuyo origen parece estar en la Edad Moderna, que alcanza sus mayores logros en la contemporaneidad, ha desplazado al azar. Pero asimismo no deja de ser una ficción. Como Ian Hacking sostuvo, habría que rehabilitar el azar presente en el hecho mismo del surgimiento del cálculo de probabilidades (Hacking, 1995). O tener en consideración la presencia del caos, como hizo Georges Balandier para las ciencias sociales en general (Balandier, 1993).
Más allá de probabilidades y azares, el problema causal que se plantea hoy, y que la periodista Naomi Klein ha situado hace unos años con su Shock Doctrine, reflexionando con el telón de fondo de una catástrofe consumada, como fueron las dos guerras de Irak, es si las catástrofes «naturales», como el tsunami del Índico y sus efectos en Skri Lanka, o el huracán Katrina a su paso por Nueva Orleáns, no son aprovechadas para realizar profundas transformaciones sociales por parte de los poderes epocales. Según Klein recogió in situ, por ejemplo, para eliminar la pesca artesanal frente al turismo de masas resurgente, verdadera apuesta de los gobernantes, se aprovechan los efectos catastróficos del tsunami (Klein, 2007). De alguna manera, es como si los actuales mandatarios mundiales, desde los espacios globales hasta locales, observasen esos fenómenos desastrosos como Nerón viendo arder los barrios de Roma o los sultanes de Constantinopla destruyendo mediante el fuego barrios enteros de casas de madera para higienizar física y socialmente la urbe.
Cierto que existen catástrofes anunciadas, y respuestas diversas a estas. Es el caso de The Great Irish Famine de 1845-1848, imputable a la vulnerabilidad de los sistemas agrarios de monocultivo, en este caso de la patata en los campos irlandeses (Póirtéir, 1995). En algunos países, el poder se identificó tradicionalmente con los silos, que permitían controlar los Bad Year, los años de malas cosechas, de una recurrencia regular. El ejemplo es Marruecos donde el propio término de al-Majzén adjudicado al poder monárquico, que en castellano sería «almacén», lleva a pensar en esa capacidad de mitigar el sufrimiento colectivo debido a la previsión del Estado (Michel, 1997). Algunos otros ejemplos, como el de una cierta agricultura a pequeña escala, practicada en Vietnam frente al monocultivo del arroz, nos sitúan cara a un sistema experto local de respuesta a los Bad Year (Scott, 1976). Las respuestas a las catástrofes inducidas por la acción humana pasan por la gestión local, la frugalidad y la previsión. En este ámbito es donde quizás funcionen mejor las ideas, tan fértiles en los años noventa y dos mil, de «riesgo» y «peligro» (Beck, 1992; Douglas, 1996).
A pesar del régimen de historicidad mencionado, el debate queda trascendido y sin respuesta en el terreno cognitivo, si no tenemos presentes conceptos como el precitado borde y culpa. A esta última dedicaremos las próximas páginas, puesto que con la Covid-19 ha vuelvo a ganar actualidad en el lenguaje político diario.
2. De la culpa religiosa a la culpa política, pasando por el sentimiento de culpabilidad
Las fuerzas de la naturaleza fueron consideradas manifestaciones de esa lógica culposa. Evans-Pritchard cuando estudió la brujería entre los azande localizó, quizás por vez primera de una manera sistemática y científica, que aquella era una estructura del mal social que vehiculaba «el odio, la envidia, los celos y la avaricia». Generalmente, esto quiere decir que las acusaciones de brujería se suelen hacer entre iguales: «El hombre pelea con y tiene celos de sus iguales» (Evans-Pritchard, 1976, p. 113-119). Las desgracias están individualizadas y la responsabilidad es igualitaria. El sentido de culpabilidad no se transfiere ni a la divinidad ni al poder, sino a causas humanas y a sus agentes, genios malignos.
A veces, se adjudica la culpa al máximo dirigente —el mayor portador local de la alteridad— y se promueve un cambio. Es así porque, tal como nos lo señala Luc de Heusch, para las sociedades monárquicas africanas, son sociedades fundadas en el incesto, considerado un «acto monstruoso» que siempre penderá sobre la cabeza del monarca. Sobre todo, cuando sobrevengan años de plagas y malas cosechas, cuya causalidad se adjudicará a aquella transgresión primigenia fatal (Heusch, 1987, p. 222-224).
Se dirige la atención en estas ocasiones hacia un colectivo marcado por la anomia, por algunos rasgos físicos disonantes, e incluso por ser portadores de enfermedades infecciosas, para hacerlo culpable como chivo expiatorio (Girard, 1986, p. 29). Son varias las formas que adopta la culpa. Empero, cuando las responsabilidades son colectivas entonces se busca la culpa en los portadores de la diferencia. Judíos y gitanos han sido acusados con regularidad de provocar o expandir las plagas. Y pueblos estigmatizados como los agotes pirenaicos fueron sospechosos de portar la lepra, plaga bíblica, y por ello fueron segregados sistemáticamente, incluso cuando ya se había perdido la memoria de la epidemia. Los ejemplos históricos y etnográficos con innumerables.
Sin lugar a dudas, los libros sagrados más conocidos han sido construidos sobre la experiencia de grandes hecatombes. Fue la era del monoteísmo la que se alzó sobre las fuerzas de la Naturaleza, buscando explicación a un Deus ex machina. Para las sociedades fundadas en el Antiguo Testamento el concepto de «pecado original» es fundamental para hacer recaer la responsabilidad de los desastres en los propios hombres como colectividad, al haber roto el pacto con Dios. Según Jean Delumeau, por encima de otros asuntos como la eclesiología, la tradición o los sacramentos, lo que más alejaba a mitad del siglo xvi a luteranos y católicos era la diferente concepción del pecado original, y las consecuencias derivadas del mismo. Jansenistas y molinistas entre los católicos, y arminianos y gomaristas entre los protestantes polemizaban agriamente sobre estas cuestiones (Delumeau, 1983, p. 227).
La aparición de una interpretación hermenéutica y, por ende, metafórica, de la Biblia fue un argumento esencial de la crítica protestante, frente a la omnisciencia de la lectura dogmática católica. Señala Gadamer que, según el humanismo surgido de esa tensión, «la hermenéutica no llega pues a su verdadera esencia más que cuando logra trasformar su posición, al servicio de una tarea dogmática —que para el teólogo cristiano es la correcta proclamación del evangelio—, en la función de un organon histórico» (Gadamer, 1991, p. 230). Esta historización de la culpa desplazó el sentido de culpabilidad hacia el sujeto, que se confrontaba directamente con Dios en su responsabilidad a pesar de que su vida estuviera predestinada.
Sin embargo, la centralidad del pecado en la historia de las mentalidades representa la importancia paralela, y quizás antropológicamente más profunda, de la culpa. Y no está reservada solo al cristianismo. El historiador de las religiones Raffaele Pettazzoni, excepcionalmente, escribió uno de los escasos estudios que existen sobre el particular. Atribuye a la confesión de los pecados una historia muy antigua y muy extendida que iría desde los antiguos judíos y budistas hasta poblaciones precolombinas de América. Incluso nos dice Pettazzoni que los jesuitas en el siglo xvii habrían tolerado las confesiones indígenas y las habrían orientado hacia las prácticas católicas (Pettazzoni, 1937, p. 3). Al universalizar la confesión de los pecados, también lo hacían implícitamente con el sentimiento de culpabilidad, en una dirección muy cercana a la indagada por Sigmund Freud en su percepción psicoanalítica (Katchadourian, 2009, p. 192). Pero esta afirmación exigiría muchos estudios etnográficos particulares, que aún no se han desarrollado, que sepamos.
En cualquier caso, si hubiera que hacer una excepción en el concepto de culpa, sería el islam. En el islam no interioriza la culpa: si es un delito debe ser pagado de inmediato, mediante un sistema de sanciones directas que emanan de la ley divina y consuetudinaria. Aunque existiese la noción de riesgo, e incluso si, como se ha defendido recientemente la palabra misma procediese del árabe clásico, risz, no puede vincularse únicamente a los espacios vacíos y a las prácticas comerciales a través de los desiertos y las aleatoriedades subsiguientes (Epalza, 1989; Mairal, 2020, p. 2-18). Hay que tener presente asimismo el destino, el mektoub o fatum, y la naturaleza del poder, que debe ser previsor a través del sistema de silos y almacenaje bajo su directo control en previsión de catástrofes. Además, el problema del padre está tabuado en el islam, con lo cual no ha lugar a la aparición de la cuestión ardiente de la culpa (Benslama, 2004).
En definitiva, la culpa, como el pecado en el judeocristianismo, estaba claramente establecida en el Génesis en el tránsito del estado de inocencia al de civilidad, era el fin de mundo adánico, del grado cero de las conciencias. Ese punto de arranque del pecado original ocasionó entre los ilustrados dieciochescos un profundo debate, quizás uno de los de mayor trascendencia de la filosofía de las Luces: si se abandonaba la culpabilidad teológica, señalada en el Génesis, ¿dónde residía el origen y principio del mal? Según el neokantiano Ernst Cassirer, los ilustrados confirieron a la culpa un carácter social y cultural, desplazándola: «La idea del pecado original —dirá— es el enemigo común para combatir en el cual confluyen las diversas corrientes fundamentales de la filosofía “ilustrada”» (Cassirer, 1975, p. 164). El descrédito y descreimiento del infierno fueron simultáneos al abandono de la teología cristiana de la culpa. La iconografía medieval del infierno, representación directa, pedagógica y metonímica del tropo cultural que asociaba fuego a culpa, se fue extinguiendo.
En Jean-Jacques Rousseau se había abierto paso la idea de que la culpa es cultural, aunque en la superficie aún se combine con cierto deísmo. No podríamos explicar la justificación rousseauniana del incendio de la Biblioteca de Alejandría por Omar, si no es porque asistimos a un desplazamiento semántico, ya que el fuego quiere extinguir la culpa cultural de haber salido del «estado de naturaleza» (Rousseau, 1977 [1750], p. 72). El recurso a la destrucción en las rebeliones sociales, o en las resistencias diarias, constituye siempre una performance ritual que pretende abolir la culpa social mediante la iconoclastia y/o una ordalía.
Por su parte, la posición de Voltaire en contra de la idea del misterio del pecado original, que subsiste entre otros en Pascal, pero también de la responsabilidad cultural esgrimida por Rousseau, es sortear la idea del mal sin enfrentarse a ella. «No podremos abstraernos al mal ni extirparlo —escribe Cassirer, interpretando a Voltaire—, pero debemos dejar que el mundo físico y la moral sigan su curso y acomodarnos de suerte que nos mantengamos en constante actividad frente a él, pues de ahí proviene toda la felicidad de que puede ser capaz el hombre» (Cassirer, 1975, p. 171).
El movimiento romántico restauraría el pathos en toda su plenitud. La balsa de la Medusa, de Géricault, puso el acento en esa dimensión, poniendo de manifiesto el sufrimiento de quienes padecen un desastre colectivo, ya que en el pulso con la Naturaleza esta siempre acaba venciendo. Es la atracción del abismo, que se abre paso ante la imposibilidad de controlar la Naturaleza. Habría que abandonar el pathos trágico que conlleva la catástrofe precisamente por su carácter incomprensible.
Freud, trascendiendo el pathos romántico, daría un nuevo giro al tema de la culpa. En especial lo trata en El malestar en la cultura, donde dirá: «La tensión creada entre el severo superyó y el yo subordinado al mismo la calificamos de sentimiento de culpabilidad; se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo». Y que en ese contexto existen dos orígenes para el sentimiento de culpa: «Uno es el miedo a la autoridad; el segundo, más reciente, es el temor al superyó». El primero obliga a renunciar a los instintos, «impulsa al castigo», pero en el segundo es posible «ocultar ante el superyó» los deseos prohibidos (Freud, 2002, p. 121-123). Reconoce que la «cultura domina la peligrosa inclinación agresiva del individuo» y que la culpa se instala en su interior culpabilizándolo. Para Freud, la culpabilidad «reside en la intención, en una intención inconsciente», de manera que «el sentimiento de culpabilidad no es el resultado del crimen, sino todo lo contrario: el crimen es el resultado de la culpabilidad, de una culpabilidad que es propia de la intención criminal» (Winnicott, 1958). Está claro que la culpa y de la culpabilidad resultan axiomático en la construcción freudiana del inconsciente.
Es más, con el retorno a la culpabilidad cultural aparece la responsabilidad colectiva. La diferencia que existiría con las antiguas concepciones de la culpa es que esta no es plenamente consciente, sino que su direccionalidad procede de un fondo llamado inconsciente, que a su vez está conectado con la moral colectiva. El ethos, terreno en el cual se maneja la antropología volviendo colectivo el sentimiento de culpa, es el determinante del sentimiento de culpa. Malinowski, al estudiar el crimen y la costumbre en la aislada sociedad oceánica de las islas Trobriand, desplaza la culpa y la sanción hacia la sociedad, que presiona consciente e inconscientemente sobre los individuos, los cuales, no pudiendo resistir el peso de la culpa, se autoinfligen ellos mismos el castigo bajo la amenaza del ostracismo (Malinowski, 1969).
En este punto cabría volver a Freud para preguntarse si realmente existe en su teoría un sentido de culpa colectivo, basado en el superyó, trascendiendo el modo individual. Freud, cuando lleva su reflexión al terreno de las «masas», toma en consideración al sociólogo Gustave Le Bon, el cual ponía en manos de las masas la suspensión de la razón y el peligroso auge de los elementos afectivos (Freud, 1988, p. 2571). De manera, que, en este medio, donde el juicio racional queda suspendido, es fácil que se actué por fascinaciones, que tienen que ver con una relación cuasi hipnótica de las masas con el sujeto que las lidera. Lo que ocurría poco después con la fascinación ejercida por el nazismo estaría en esa órbita. En cierta forma podríamos hablar de «deseo de catástrofe» —«la catastrophe accule la mémoire à sa propre transfiguration» (Jeudy, 1990, p. 136)—, para explicar estas pulsiones culpabilizadoras que tienen presente la disolución de lo más preciado: el yo.
Por otra parte, el temor al padre, encarnado en el Estado, en el terreno hacia el que dirige el freudiano Jacques Lacan sus dardos, ha dejado de ser temido en la posmodernidad política y hacia él se orientan las reclamaciones. Jacques Lacan le da el giro cultural propiamente a la idea de fantasma y fantasmática, que en el fondo retoma el diálogo con la dimensión política del psicoanálisis (Baïetto, 2006).
Karl Jaspers, empujado por la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial, hablaba de cuatro tipos de culpa: la criminal, la política, la moral y la metafísica. Lo hacía en el contexto de la culpabilización que se volvió colectiva en la Alemania posterior a la desnazificación. De la primera se infiere el castigo, de la segunda la responsabilidad, de la tercera, el arrepentimiento, de la cuarta, la transformación de la consciencia humana (Jaspers, 1998 [1946], p. 53-57).
La impotencia explicativa, de la que dieron cuenta los ilustrados, sigue en el aire. El problema de la culpa no se ha resuelto satisfactoriamente. Se ha desplazado entre la Edad Moderna y la Posmodernidad, transformando los valores morales. A la responsabilidad colectiva ha seguido la del Estado, y esta la ha dirigido de nuevo a la colectividad. Ya no es tanto una consecuencia del pecado, enmarcado en una teología más o menos política, que exigiría una rectificación individual para evitar nuevos flagelos y castigos divinos, sino de una falta contra la Naturaleza que, entendida ecopolíticamente, ruge y exige una rectificación. Dios ha desaparecido del horizonte en la sociedad del desencanto, pero su lugar lo ha ocupado otra vez la Naturaleza. No obstante, la pregunta de Voltaire ante el terremoto de Lisboa de 1755: ¿por qué?, sigue en el aire sin respuesta trascendente ni convincente. La culpa en el caso de la pandemia se vuelve una vez más hacia la política. La fuerza ya no corresponde a Dios sino al Estado.
3. La catástrofe, entre el accidente y la prognosis
En paralelo a la crisis de Chernóbil, la discusión sobre el riesgo asumido racionalmente ocupó a las ciencias sociales desde Ulrich Beck hasta Mary Douglas. Se ha convertido en un clásico de nuestra disciplina: la sociedad del riesgo es democrática, porque socializa las tomas de decisiones, es racional porque se proyecta en análisis empíricos, y avanza los escenarios de crisis ofreciendo respuestas calculadas. Evidentemente todo esto pone en juego factores no solo racionales sino emocionales, fuente de irracionalidad, tanto en el sentido positivo como negativo. Queda por dilucidar dónde los sistemas expertos de gobernanza política y técnica pueden intervenir, y en qué medida los antropólogos pueden formar parte de ellos. Aquí habría que añadir la cuestión del sentido común y de las prácticas que supone, como contrapeso a la argumentación y toma de decisiones jerárquicas que ha prevalecido hasta ahora. Quizás en un mundo en permanente incertidumbre habría que pensar en la supervivencia que, como señala Marc Abélès, «se ha transformado en nuestro destino» (Abélès, 2008b, p. 13).
En la ingeniería social las consecuencias alcanzaron a las «ultimidades», al sentido de lo humano. La premio Nobel Aleksievich escribe:
«Chernóbil es un enigma que aún debemos descifrar. Un signo que no sabemos leer. Tal vez el enigma del siglo xxi. Un reto para nuestro tiempo. Ha quedado claro que, además de los desafíos comunista y nacionalista y de los nuevos retos religiosos entre los que vivimos y sobrevivimos, en adelante nos esperan otros, más salvajes y totales, pero que aún siguen ocultos a nuestros ojos. Y, sin embargo, después de Chernóbil algo se ha vislumbrado» (Aleksievich, 2015, p. 47).
A pesar de Chernóbil, y de las preguntas que plantea, llama la atención la pervivencia de la imprevisión. En particular, yo me he enfrentado a dos hechos vividos en primera persona, y que están regidos por el fatalismo. Un fatalismo que impide adoptar medidas de protección suficientes. El ejemplo perfecto es Nápoles y los Campos Flégreos, el área demográficamente más poblada de Europa, donde a pesar del inminente peligro volcánico no se adopta prácticamente ninguna medida frente a la peligrosidad del Vesubio y su entorno. O en las islas tailandesas, donde un anuncio señala que en caso de tsunami se debe llamar a un determinado teléfono. Respuestas ilógicas frente a destinos ciertos.
Se sabe lo que va a ocurrir, pero no se adopta ninguna medida evaluativa ni preventiva. Esto es lo sorprendente. Así, por ejemplo, llevando el argumento a nuestra actualidad, el mundo de las pandemias de gripe ya había sido investigado previamente. Sin ir más lejos, uno de estos estudios, elaborado por un antropólogo del círculo de Lévi-Strauss, aparecido hace una década se titulaba Un monde grippé. En el mismo nos señala el autor, Frédérick Keck, que había realizado una investigación etnográfica entre 2007 y 2009 sobre la gripe que golpeaba China. Se trataba del H3N2 que acabó con un millón de personas en todo el mundo. El autor señala que, lógicamente, no va a entrar en temas biológicos, en los que no es experto, que suelen tener una continuidad y lógica propias, sino en la discontinuidad de la recepción social de las diversas pandemias (Keck, 2010). El aumento de la ganadería y de los intercambios serían dos poderosas razones para explicar que desde 1918 la gripe haya ocupado un papel estelar. Existiría, según Keck, un tránsito permanente entre el mundo animal y el humano que se va redefiniendo de forma continuada. La catástrofe como tal tendría aquí una dimensión verdaderamente política, relativa a la relación entre lo animal y lo humano, cuyos nichos biológicos han sido modificados radicalmente.
Una suerte de destino crepuscular parece imponerse. Keck ha llamado la atención sobre la necesidad de volver a leer desde esa perspectiva al Lévi-Strauss de Tristes Tropiques, enfrentado a problemáticas relacionadas con el tránsito Naturaleza/Cultura (Keck, 2020). Este sería un motivo de reflexión importante: hasta qué punto estas catástrofes pueden ser conceptuadas de «naturales». Sabido es que Lévi-Strauss era un rousseauniano empedernido, pero en el fondo siempre resolvió sus ecuaciones en clave volteriana, desplegando una distancia cínica con los acontecimientos. Una suerte de pesimismo histórico nos vuelve a enfrentar a problemas viejos, pesimismo que nunca ha abandonado a discípulos de Lévi-Strauss como Philippe Descola. Y que, aunque se ha procurado corregir con la perspectiva ecológica (Descola y Pálsson, 1996), no ha eliminado la impresión de una Humanidad crepuscular de la que el antropólogo sería un simple notario.
Habiendo abandonado esta consciencia, una suerte de optimismo histórico ilimitado se adueñó de nuestras vidas con la globalización. La globalización era una oportunidad para la autoconsciencia y la reflexividad, todos autorregulados, gracias a la circulación de información. Con el desastre pandémico, son numerosas las acusaciones que se vierten y se reprochan sobre los actantes políticos en estos momentos. Quizás el más importante es la incapacidad de prever y de trazar una prospectiva o prognosis capaz de aventurar, con los sofisticados instrumentos que poseemos, situaciones de crisis. Y es por ello que todo el edificio conceptual se nos presenta ahora fundado en una falsa conciencia.
4. Coda de actualidad: la culpa de la catástrofe pandémica Covid-19
Si bien la gripe «española» de 1918, a pesar de su dimensión dramática, quedó en buena medida subsumida en la historia por la propia catástrofe producida por el hombre con la guerra mundial, que mantuvo en una suerte de sonambulismo histórico a la Humanidad europea, ha sido la Covid, tras los ensayos previos que se venían produciendo desde los noventa, lo que nos ha enfrentado a un hecho sin precedentes en tiempos de globalización.
Olvidado lo anterior, antes de la pandemia de la Covid-19 el mundo en general se basaba en el crecimiento ilimitado, que había sido compartida incluso bajo la Guerra Fría en todos los campos políticos (Tamames, 1974), y en la confianza ilimitada en las capacidades de la tecnología. Algunos observadores de campo, como el antropólogo Gregory Bateson, compañero de Margaret Mead en sus estudios del Pacífico, había detectado muy prontamente las raíces de la «crisis ecológica». Esta crisis estaría fundada en puntos de vista falsos. Bateson señaló la cadena de falsedades en marzo de 1970 ante un comité del senado del Estado de Hawái, confrontado a la crisis ecológica de la isla. Según el autor de la «ecología del espíritu», nuestro pensamiento y acción se fundamenta en:
«a/ Nosotros contra la economía; b/ Nosotros contra los otros hombres; c/ Solo importa el individuo (o el grupo o la nación en cuanto individualizados); d/ Nosotros podemos controlar unilateralmente el medio ambiente y nosotros debemos buscar ese control; e/ Nosotros vivimos en el interior de “Fronteras” que podemos retomar indefinidamente; f/ El determinismo económico responde al sentido común; g/ La tecnología resolverá todos nuestros problemas» (Bateson, 1980, p. 250-251).
Siguiendo esas pautas, resulta más lógico dirigir nuestras indagaciones hacia esas arraigadas creencias, adoptadas colectivamente, que hacia las teorías conspirativas que buscan obsesivamente desplazar la noción de culpa. Existe una culpa genérica, ya que se descarta que la pandemia pueda haber surgido por azar, ni puede ser adjudicada a algo o a alguien. Los primeros destinatarios del estigma culpabilizador fueron los chinos, sospechosos desde antiguo de amparar el «peligro amarillo», suerte de invasión silenciosa por la apertura de fronteras, que siguió al fin de las guerras del opio, en la segunda mitad del siglo xix, y en la actualidad de llevar a cabo políticas de control discreto pero decisivo de la economía mundial. Samuel Huntington había agitado previamente con su «choque de civilizaciones» estas aguas (Huntington, 1997). Las acusaciones reiteradas del presidente americano Trump contra la República Popular China no se han hecho esperar, apuntalando la teoría conspirativa. Para acabar de perfilarla los movimientos bursátiles favorables a los intereses chinos en plena pandemia darían pábulo a estas hipótesis. Los chinos, por su parte, esgrimieron que los americanos habrían iniciado esta epidemia, como corroboraba Trump al decir al inicio de la misma que beneficiaba a la economía norteamericana.
Los ciudadanos de los países de la Unión Europea, por su parte, satisfechos a priori con su sistema sanitario de titularidad estatal y universalizado, al verse desbordados comenzaron a culpabilizar a la ineptitud de sus dirigentes, por diversas y variadas razones. La culpa pendía, una vez más, de su activación política democrática, por haber cooptado a los más ineptos. La imprevisión y la improvisación eran el caballo de batalla que ciudadanía y contendientes políticos se echarían en cara tras pasar los momentos más graves de la pandemia. Y aún perdura, y va a durar por mucho tiempo.
Los intelectuales, por su parte, achacarían la aparición y auge de la pandemia al derrumbe de la globalización capitalista. En la mayor parte de las ocasiones respondieron con argumentos viejos, proféticos, que auguraban el fin de la economía y sociedad de la abundancia, de la movilidad sin freno y del crecimiento ilimitado. Algunos de los más críticos fueron Noam Chomsky y Slavoj Žižek, que se prodigaron en medios de comunicación, ejerciendo el profetismo. Las últimas anotaciones póstumas del antropólogo italiano Ernesto De Martino nos sitúan en el ámbito de considerar incluso al marxismo dentro de las ideologías apocalípticas (De Martino, 2002, p. 417-422).
Un punto clave, en el caso español, en el momento de escribir este artículo, es el movimiento 8-M, relacionado con la lucha por los derechos de la mujer. En los últimos tiempos en España este movimiento ha tenido un auge creciente, probablemente sin parangón con ningún otro país europeo. Cada 8 de marzo, manifestaciones masivas e impresionantes salían a la calle exigiendo los respetos vitales y derechos personales y laborales para las mujeres. Este año de 2020 presentaba una singularidad, puesto que se acaba de constituir un gobierno de izquierda con participación socialista y de los populistas de izquierda, que habían hecho de los derechos de género uno de sus puntos programáticos más fuertes. El 8-M se había convertido incluso en un tour de force dentro del gobierno en torno a una precipitada ley que defendía los derechos de género. Los populistas de izquierda querían hacer de aquel día de 2020 un triunfo visible de sus políticas. Aunque ya se conocía la gravedad de la pandemia que solo una semana después obligaría al decretar el estado de alarma y la inmovilidad de todo el país, dado que el virus golpeó brutalmente, las manifestaciones no fueron desconvocadas, sino alentadas. Es cierto que otros actos de masas fueron autorizados, pero ninguno de la envergadura de este. Y otros, además, habían sido prohibidos previamente aduciendo la gravedad de la situación.
Cuando la situación sanitaria se ha ido normalizando las acusaciones de la derecha, la extrema derecha y las organizaciones de médicos y sanitarios han señalado con sus denuncias públicas y judiciales al gobierno de izquierda populista por sectarismo e imprevisión. Entre el gobierno y sus organizaciones políticas han contratacado señalando como culpables a las políticas previas de la derecha, recortando gastos sanitarios públicos, por mor de sus agendas neoliberales. Las grandes ausentes en este asunto han sido las confesiones religiosas que, por primera vez, en un país donde la mayoría de la población comienza a declararse atea o agnóstica, tras varios siglos de catolicismo dominante, no han sacado a relucir discursos mesiánicos, vinculados, como antaño, al pecado individual y colectivo. El debate de la culpa ha quedado, en consonancia, exclusivamente en manos de la política y de sus actores. Al contrario del ámbito internacional previo, en esta ocasión la epidemia no ha sido adjudicada a ninguna conspiración.
Como conclusión, hemos visto desplazarse el sentido de culpa, presente en muchas civilizaciones, prueba de lo cual es el cuadro de confesiones que elaboró Pettazzoni, liberándolo del ámbito del mundo mágico al mundo del ethos, y desplazándolo al de la política. El milagro casi ha sido desterrado con el desencantamiento del mundo maravilloso, a lo Max Weber (Gauchet, 2005). La aleatoriedad ha sido acotada mediante la aparición de la probabilidad, pero se ha producido una resurgencia de la misma, mediante la presencia de los bordes, reintroduciendo el debate sobre los límites, ahora políticos, de la culpa. De todas maneras, el sentimiento freudiano de culpabilidad sigue aflorando, ya que los más críticos en las sociedades contemporáneas no acusan tanto a los Estados y los gobernantes, como a quienes los eligen, y continúan explotando los recursos sin sentido alguno de responsabilidad culposa, es decir los ciudadanos mismos. Retorna el ethos y con él la Naturaleza.
Lo que parece retornar, además, es la certeza que a cada plaga corresponden profundas transformaciones. William H. McNeill inauguró hace varias décadas, en 1976, con su libro Plagues and Peoples, esta epistemología. El autor hacía depender los cambios históricos de la demografía y de las enfermedades epidémicas que la minaban, y los saltos en la historia en todos los órdenes, y más en particular en el político, de los avances habidos en el control de las plagas. Llegó a argumentar de esta guisa que, «la retirada de la peste y de la malaria, más la contención de la viruela, fueron pues preparativos esenciales para la propagación de ideas deístas, como las que se pusieron de moda en los círculos avanzados durante el siglo xviii» (McNeill, 1983, p. 259). Frente a ese destino determinado por el hecho catastrófico, la Humanidad ha procurado prever y explorar a través de la prognosis y la prospectiva el futuro, con el fin de adoptar medidas de protección. De manera que, por primera vez en la historia, la posmodernidad nos sigue poniendo frente al problema de la auto consciencia individual y colectiva. Es decir, frente al estadio especular. La razón razonante debe pasar página del sentimiento de culpabilidad para llevarnos a la razón práctica, en cuyo concurso la antropología aporta la voz suplementaria al common sense (sentido común). Incluso cuando las previas teorías del riesgo han resultado insuficientes para explicar adecuadamente la catástrofe y su sentido (González Alcantud, 2022b).